17/06/09
Por Oscar Taffetani
Para Agencia Pelota de Trapo
(APe).- Hay un relato sobre el futuro del Riachuelo que preferiríamos no hacer. Es el relato de cómo el Banco Mundial otorgó en 2009 un préstamo de 3.300 millones de dólares destinado a sanear la cuenca Riachuelo-Matanzas y a dotar de cloacas e infraestructura a 2,7 millones de argentinos que viven (o sobreviven) en sus riberas.
El enésimo Secretario de Medio Ambiente ¿cómo se llamaba? le dice a los medios que esta vez sí, que por fin, que vamos a hacer las cosas bien, que se controlará el destino de cada peso y de cada dólar, que se acabaron las consultoras y que a pesar de los soldaditos verdes (se refiere a los ambientalistas) el Gobierno radicará nuevas industrias, sustentables, a la vera del Riachuelo. Porque la naturaleza está para servir al hombre, ha dicho el Secretario. El hombre es el rey de la Creación. Así está escrito en el Génesis. Y en el Google. Y en los formularios.
A mediano plazo, cuando todos estén muertos (cumpliendo con el chiste de Keynes) vendrá otro Secretario. Para entonces, la Casa Rosada estará pintada de celeste (se habrá descubierto que ése era el color original) y los 3.300 millones de dólares de aquel préstamo concedido en 2009 se habrán esfumado. Entonces, el gobierno de la Casa Celeste pedirá al Ministro de Economía que le explique al Banco Mundial cómo y cuándo y de qué modo la Argentina empezará a devolver esos fondos que un día le prestaron, para hacer no sé qué cosa en el Riachuelo.
Versión optimista, se busca
Claro que los relatos del futuro (utopías negativas, les dicen algunos) no tienen buena prensa. No les caen bien a los funcionarios. Decenas de cabezas de talentosos escribas han rodado por los cadalsos, en distintas épocas, a resultas de su incontinencia verbal.
Lo que le cae bien al funcionario es el relato optimista. Escribir que esta vez no será como aquélla de los 250 millones que el BID entregó a María Julia (¡vade retro, setenta veces siete, nadie la nuembre!). No. Esta vez, como en la canción de Horacio Ferrer, el Riachuelo olerá a rosas. Y los chicos retozarán en sus riberas. Y volverán los sábalos y los bagres y los pejerreyes. Hasta salmones equivocados habrá, aguas arriba en el Riachuelo, en el Matanzas, ya olisqueando tréboles y cardones.
A largo plazo, todos los soldaditos verdes estarán muertos. Y la Casa Celeste habrá estrenado al definitivo Mesías -perdón, Presidente- quien estará ocupado organizando los demorados festejos del Tricentenario.
Del Támesis al Río Yangtsé
La ciudad de Londres, capital de un imperio que duró siglos, tiene su río emblemático, el Támesis, que la atraviesa y la comunica con importantes centros económicos y políticos de la isla. Ya en 1864, mediante la Metropolitan Main Drainage Act, quedó establecida la necesidad de construir colectoras y cloacas en Londres, para evitar que los desechos de la ciudad estropearan el río y causaran esas grandes pestes que habían diezmado a la población. Pero desde aquella Ley de Cloacas pasaron 200 años, a lo largo de los cuales la ciudad duplicó y triplicó sus habitantes, convirtiéndose en cuna de la Revolución Industrial... (al mismo tiempo que cuna de la explotación capitalista, del trabajo infantil y la polución ambiental).
A mediados del siglo XX, los ingleses decidieron hacer algo por su querido y exhausto Támesis. Fue la hora del saneamiento, mediante un plan maestro -financiado por bancos internacionales- que erradicó las industrias contaminantes y logró que las aguas retornaran a niveles sanitarios aceptables. En 2006, un despacho de la BBC de Londres anunció con optimismo que los salmones (y con ellos, la posibilidad de pescar en el río) habían vuelto al Támesis.
La otra cara del saneamiento ambiental en el Norte fue la contaminación y la destrucción ambiental en el Sur. Lo que la multinacional Royal Dutch Shell -por poner un caso- ya no podía hacer en el Reino Unido o los Países Bajos, podía seguir haciéndolo tranquilamente aquí en el Riachuelo, en el río de la Plata, o en las lejanas aguas del Mar Austral.
En China, la transformación del viejo país agrario y feudal en una potencia industrial moderna tuvo -y tiene- un costo altísimo en vidas humanas, acompañado de un casi irreversible daño ambiental.
El Yangtsé, el más largo de ese país, tiene un tramo de 600 kilómetros con alto nivel de contaminación. Dos especies típicas del delta del Yangtsé -el esturión y la rana tigre- ya están al borde de la extinción. La situación del Río Amarillo no es tan comprometida como la del Haihe, el Liaohe y el Huaihe, otros grandes cursos de agua que ya presentan una polución nivel 5 en amplios tramos del recorrido.
Explosiones y escapes de gas en minas de carbón (algo que el mundo desarrollado ya no conoce) se producen con frecuencia en China, causando centenares de muertes todos los años.
Un reciente informe del Banco Mundial, parcialmente publicado por el Financial Times, estima que 750.000 (setecientos cincuenta mil) personas mueren al año, en China, a causa de la contaminación del agua y el aire.
Todo cambia (salvo lo que no cambia)
La Argentina tuvo en el siglo XX su pequeña revolución industrial, un ciclo abierto con la consolidación del proyecto del Ochenta (el país agroexportador, con grandes frigoríficos y curtiembres hormigueando junto al Riachuelo) y que se cierra en las décadas del ‘60 y ’70 con el desarrollo de una amplia red fabril dedicada a la producción sustitutiva.
Actualmente, eso que podríamos llamar gran industria argentina es apenas un módulo en la planificación global de las corporaciones internacionales. Grandes empresas nacidas en el país -Bunge y Born, Techint, Quilmes, entre ellas-, perdieron su bandera por el camino y se convirtieron en empresas trasnacionales.
El río de la historia fluye sin cesar. Y nadie se baña, como dijo aquel sabio de Éfeso, dos veces en las mismas aguas.
¿Qué es lo que queda?, nos preguntamos. La gente en las riberas, nos respondemos. Queda la gente, cambiante como el río. La gente volvedora, cargada de esperanzas. Quedan los niños, los niños que no paran de llegar, que no paran de abrir los ojos y asombrarse.
Lo esperable, a mediano plazo, son algunas paladas de tierra encima.
Claro que antes, un minuto antes, un niño antes, nos merecemos -así lo escribió Sandburg- una palada de estrellas.
El derecho a vivir. El derecho a cambiar. Y todos los derechos.
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